Íñigo Sarriugarte, en el libro “Artistas Vascos”

Nace en San Sebastián en 1946. A los 15 años entra en la Asociación Artística de Gipuzkoa, realizando diferentes estudios de dibujo y pintura bajo la tutela de Ascensio Martiarena y Jesús Gallego. Más adelante impartirá clases de dibujo y pintura en el club de arte “Catalina de Erauso”. En la actualidad, numerosos trabajos de esta pintora se distribuyen en diversas entidades privadas y públicas del Estado, así como también en países como Malasia y Suecia.

Dentro de la majestuosidad de los procesos de difusión perceptiva de los estados cromáticos existentes en sus cuadros se ostentan palpables consecuciones simbólicas, derivadas tanto de la preponderancia de determinados medios plásticos, como de la revelación de determinados objetos que se exhiben como alegorías de una renovada realidad, que refleja el variopinto entramado de las presencias latentes del subconsciente humano y de su correlativa orbe de sueños, donde lo irreal es cláusula sustentante e imperturbable de una nueva realidad acorde a las necesidades comunicativas de la artista, de este modo, se plantean las marcas de una expresión onírica e idealizada para la consecución de una dispensa, que permita anunciar la liberación y exención de las comunes limitaciones de la estricta conformación del contenido estructural consciente. En su pintura el carácter ilusionista no se da en la propia materialización artística, quedando limitado a lo instantáneo del proceso de enunciación y corporización autónoma de las imágenes, sino que queda supeditado a una técnica pictórica minuciosa, que se dilata en los prolegómenos del tiempo. La ejecución de sus imágenes se asemeja a la retórica empleada por Breton como acto de creación pura del espíritu por cuanto se refiere a un modelo puramente interior. Numerosos trabajos mantienen un interesante potencial revelador de imágenes con la habitual transmutación de seres y situaciones, basadas en una arbitrariedad predeterminada, que, como resultado, protagonizarán una cierta alteración en nuestra experiencia de lo cotidiano.

La preciosidad cromática y formal de sus cuadros exalta la magnificencia de una exteriorización psíquica y anímica, llena de patentes sugerencias visuales, que se extrapolan a un estado personal, caracterizado por la atracción de verdaderos momentos de cautivadora dulzura, no obstante y como condición polar al asunto aparecen ciertos instantes marcados por la inquietud y el desasosiego de una situación o suceso, que muestra la posibilidad material de una posible intriga comunicativa para el observador. La obra de Luisi Vélez es la consecución empírica de un complejo referencial privativo, lleno de pormenores y aspectos que se centran en los diversos estados interiores de la pintora, reflejando con desenvoltura las deferentes consistencias creativas y artísticas.

Las referencias dalinianas y de ciertos pintores del simbolismo, resultan en algunos casos significativas y adyacentes, aunque, no obstante, no estamos tratando con una artista que se vea sometida a marcadas influencias exteriores. Luisi Vélez ha sabido imprimir un notable carisma y estilo personal a un trabajo que no deja de sorprender por su calidad intimista. Con estos planteamientos consigue alejarse de las condicionantes restricciones mentales y dar una vía privilegiada de acceso a nuevas fuentes de creación, de este modo, su obra se exterioriza como un transmisor instrumental de ciertos valores significativos.

Esta creadora despliega un amplio abanico de temáticas, que se desarrollarán desde las habituales conformaciones de los bodegones y paisajes hasta tratamientos sustentados en procesos más receptivos, en cualquier caso, la mayoría de los temas son llevados a un carismático proceso que refleja la perfecta composición de un mecanismo de expresión dialogante. La artista obtiene de los más insignificantes escenarios de su propia cercanía unos parámetros que se sumergen consistentemente en manifiestas connotaciones exclusivas. En este marco, donde podemos apreciar las presencias fantasmagóricas de semblantes y figuras sostenidas por una inmaterialidad etérica, mientras que en otros procesos parece simplemente remarcar problemáticas de carácter más pictórico. Su mundo es un entorno de deslumbramiento y fascinación, de seres y presencias irreales, donde lo ficticio y lo visionario son condiciones indispensables dentro de las proposiciones estipuladas del trance y desarrollo creativo.

Las continuas representaciones de frutas y flores mediante sugerentes fondos de colores experimentan un valor añadido de emisión emocional y atrayente para el espectador. Sus obras no pretenden sostenerse en los conceptos propios de la estática temporal, sino que responden a determinadas secuencias dinámicas que se sustentan en el acercamiento hacia nuevos pasos de materialización. La artista juega en numerosos procesos pictóricos y compositivos con la potenciación expresiva de una trastocada sensación, que se centra en diversas configuraciones y ramificaciones de nuevas formas de existencia, incluso la combinación de elementos y esencias formales crean grupos de entramados marcados por la constante alegórica. La obra de esta pintora desmonta parte de nuestros esquemas mentales y, por otra parte, nos muestra una nueva sustantividad insospechada. Sus trabajos mantienen parte de la estética surrealista al disponer de las parcelas de extrañamiento sistemático y la propia descontextualización de lo cotidiano, ya que se parte del principio que todo objeto, por banal que éste sea, fuera del marco acostumbrado que su funcionalidad asigna, retoma una transición insospechada, de ahí, que Breton hiciera esta máxima de acuerdo a esta nueva realidad: “Lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso, sea lo que fuere es bello, e incluso podemos decir que sólo lo maravilloso es bello”.